"De noventa y nueve veces de cada cien ningún
hombre se critica a sí mismo por nada, por grandes que sean sus errores."
El 7 de mayo de 1937 la ciudad de Nueva
York presenció la más sensacional caza de un hombre jamás conocida en esta
metrópoli. Al cabo de muchas semanas de persecución, "Dos Pistolas"
Crowley -el asesino, el pistolero que no bebía ni fumaba- se vio sorprendido,
atrapado en el departamento de su novia, en la Avenida West End.
Ciento cincuenta agentes de policía y
pesquisas pusieron sitio a su escondite del último piso. Agujereando el techo,
trataron de obligar a Crowley, el "matador de vigilantes", a que
saliera de allí, por efectos del gas lacrimógeno. Luego montaron ametralladoras
en los edificios vecinos, y durante más de una hora aquel barrio, uno de los
más lujosos de Nueva York, reverberó con el estampido de los tiros de pistola y
el tableteo de las ametralladoras. Crowley, agazapado tras un sillón bien
acolchado, disparaba incesantemente contra la policía. Diez mil curiosos
presenciaron la batalla. Nada parecido se había visto jamás en las aceras de
Nueva York.
Cuando Crowley fue finalmente capturado,
el jefe de Policía Mulrooney declaró que el famoso delincuente era uno de los
criminales más peligrosos de la historia de Nueva York. "Es capaz de matar
-dijo- por cualquier motivo."
Pero, ¿qué pensaba "Dos
Pistolas" Crowley de sí mismo? Lo sabemos, porque mientras la policía
hacía fuego graneado contra su departamento,
escribió una carta dirigida: "A quien corresponda". Y al escribir,
la sangre que manaba de sus heridas dejó un rastro escarlata en el papel. En
esa carta expresó Crowley: "Tengo bajo la ropa un corazón fatigado, un
corazón bueno: un corazón que a nadie haría daño".
Poco tiempo antes Crowley había estado
dedicado a abrazar a una mujer en su automóvil, en un camino de campo, en Long
Island. De pronto un agente de policía se acercó al coche y dijo: "Quiero
ver su licencia".
Sin pronunciar palabra, Crowley sacó su
pistola y acalló para siempre al vigilante con una lluvia de plomo. Cuando el
agente cayó, Crowley saltó del automóvil, empuñó el revólver de la víctima y
disparó otra bala en el cuerpo tendido. Y este es el asesino que dijo:
"Tengo bajo la ropa un corazón fatigado, un corazón bueno: un corazón que
a nadie haría daño".
Crowley fue condenado a la silla
eléctrica. Cuando llegó a la cámara fatal en Sing Sing no declaró, por cierto:
"Esto es lo que me pasa por asesino". No. Dijo: "Esto es lo que
me pasa por defenderme".
La moraleja de este relato es: "Dos
Pistolas" Crowley no se echaba la culpa de nada.
¿Es esta una actitud extraordinaria
entre criminales? Si así le parece, escuche lo siguiente:
"He pasado los mejores años de la
vida dando a los demás placeres ligeros, ayudándoles a pasar buenos ratos, y
todo lo que recibo son insultos, la existencia de un hombre perseguido."
Quien así habla es Al Capone.
Sí, el
mismo que fue Enemigo Público Número Uno, el más siniestro de los jefes de bandas
criminales de Chicago. Capone no se culpa de nada. Se considera, en cambio, un
benefactor público: un benefactor público incomprendido a quien nadie
apreció.
He tenido interesante correspondencia
con Lewis Lawes, que fue alcaide de la famosa cárcel de Sing Sing, en Nueva
York, sobre este tema, y según él "pocos de los criminales que hay en Sing
Sing se consideran hombres malos. Son tan humanos como usted o como yo. Así
raciocinan, así lo explican todo. Pueden narrar las razones por las cuales
tuvieron que forzar una caja de hierro o ser rápidos con el gatillo. Casi todos
ellos intentan, con alguna serie de razonamientos, falaces o lógicos,
justificar sus actos antisociales aún ante sí mismos, y por consiguiente
mantienen con firmeza que jamás se les debió apresar".
Si Al
Capone, "Dos Pistolas" Crowley, Dutch Schultz, los hombres y mujeres
desesperados tras las rejas de una prisión no se culpan por nada, ¿qué diremos
de las personas con quienes usted, lector, o yo, entramos en contacto?
John Wanamaker, fundador de las tiendas
que llevan su nombre, confesó una vez: "hace treinta años. he aprendido
que es una tontería regañar a los demás. Bastante tengo con vencer mis propias
limitaciones sin irritarme por el hecho de que Dios no ha creído conveniente
distribuir por igual el don de la inteligencia".
Wanamaker aprendió temprano su lección; en cambio, yo he
tenido que ir a los tumbos por este mundo durante un tercio de siglo antes de
que empezara a amanecer en mí la idea de que noventa y nueve veces de cada
cien ningún hombre se critica a sí mismo por nada, por grandes que sean sus
errores.
DALE CARNEGIE
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